Traemos para la sección Ediciones Ejemplares de nuestro blog, la edición del libro de Arkadi Avérchenko, Esquinas torcidas y otros cuentos, publicado por la editorial Jizo ediciones en su colección Lenguas y literaturas eslavas. Obra editada por primera vez en lengua española por el profesor y catedrático Rafael Guzmán Tirado. Reproducimos la nota del traductor y un par de cuentos, Pavo con castañas y El problema, para hacer boca e invitarles a la entretenida lectura de este libro tan tierno, mordaz y divertido, en la espléndida edición que hace Jizo ediciones e imprime Entorno gráfico, y de la que nosotros, Atticus, hemos formado parte en el diseño y montaje de la misma.
ARKADI AVÉRCHENKO,
ESQUINAS TORCIDAS
Y OTROS CUENTOS, EDICIÓN EJEMPLAR
NOTA DEL TRADUCTOR
Traducir a Arkadi Avérchenko me ha
proporcionado una doble satisfacción: primero, por descubrir su obra al público
hispanohablante (la mayor parte de los cuentos recogidos en este libro se
traducen por primera vez al español) y, segundo, por el propio contenido de los
mismos y lo que transmiten de frescura, sensibilidad humana y detalles de la
vida cotidiana.
Consciente de que para que la comunicación
sea posible, la traducción de un texto humorístico se basa en un conocimiento
lingüístico-cultural compartido entre el escritor y el lector, en el proceso de
traducción he intentado mantener al máximo las realias de la vida,
tradición y cultura rusas, prestando
especial atención a las referencias culturales y denominaciones toponímicas,
gastronómicas, folclóricas, etc., así como a los diminutivos e hipocorísticos
de los nombres propios de persona, muy frecuentes en la lengua rusa y que he
decidido mantener, siempre que ha sido posible, en su traducción al español.
Estos cuentos constituyen un valioso
testimonio de una época y nos ofrecen un retrato de valor incalculable de
aquella sociedad.
¡Espero que el lector disfrute tanto
leyendo este libro de cuentos, como yo traduciéndolo!
Rafael
Guzmán Tirado
PAVO CON CASTAÑAS
La esposa entró en el despacho y le dijo a
su marido:
—Vasili Nikoláyich, ha llegado tu sobrino
Styopa...
—¿Y qué quiere?
—Nada en especial, dice que quiere
felicitarte.
—Que se vaya al infierno.
—Bueno, da cosa, ¿no?, es pariente tuyo.
Anda, sal, y salúdalo. Le regalas tres rublillos y...
—¿Y tú no puedes atenderlo?
—¡Pero, hombre! Yo no puedo estar en todas
partes. Vigila el pavo, atiende a tus sobrinos...
—Por cierto ¿y qué pasa con el pavo?
—¡Y qué quieres que pase! Hoy tienes
invitados a pavo y mañana también, pero pavo no hay más que uno. No lo vamos a
dividir. ¡Tú solito te complicas la vida!
—¿Y no se puede poner hoy medio pavo y
mañana el otro medio?
—¡Vaya ideas que tienes! Seremos el hazmerreír de toda la ciudad. ¿A quién se le puede ocurrir
poner medio pavo en la mesa?
—¡Hum...! Menudo lío...
Bueno ¿dónde está tu estúpido Styopa? ¡Qué
pase!
—¡Cómo que mío! Es
pariente tuyo. Está en el vestíbulo ¿Le digo que pase?
—Sí. Intentaré quitármelo de encima antes de que
lleguen los invitados.
[
Entró el sobrino en el despacho. Styopa era
un ser totalmente diferente a un tipo muy extendido de imprudentes, manirrotos
y elegantes sobrinos, que se aprovechaban de la debilidad de un tío rico.
Styopa era un joven alto, de pómulos
pronunciados, con una enorme boca bien poblada de dientes, con ojos
inquisitivos y siempre asustados, y con un pecho tan metido hacia dentro que
cuando estaba desnudo, siempre se le quedaba agua en esta hendidura durante la
temporada de lluvias.
Las manos le sobresalían de las mangas de
su chaqueta y las piernas de sus pantalones tres vershok más de lo que hubiera
permitido el imprudente sobrino de una novela de moda; los bolsillos de la
chaqueta los llevaba tan repletos que parecía que Styopa tenía en cada uno de
ellos una sandía de Astrakán. Los pantalones a la altura de las rodillas
también los llevaba terriblemente abultados como si fueran articulaciones de
bambú hindú.
No tenía cejas. Pero el pelo le caía por la
frente hasta tan abajo que surgía la duda de si no se le habían subido las
cejas en uno de los momentos de asombro de Styopa y no se le habían mezclado
allí de una vez para siempre con el pelo de la cabeza. En la hendidura entre la
mejilla y el ala de la nariz, se ocultaba una enorme verruga rosada como si se
sintiese turbada por la presencia del labio superior, cubierto de vello y de
las poderosas fosas nasales...
Así era este pobre pariente, Styopa.
—¡Hola, Styopa! —le saludó su tío ¿Cómo
estás?
—Gracias, bien. Le felicito en estas
fiestas, le deseo lo mejor.
—¡Ajá! bueno, bueno. Y tú, Styopa,... ¡Hum! Te quería
decir... ¿No
me podrías conseguir en algún lado un pavo? ¿eh?
—¿Hoy? ¿Pero, dónde
voy a encontrar hoy, tito. Si hoy es el primer día de
la Navidad y todo está cerrado?
—¡Ajá!,...
Cerrado... Mira, hijo, es que tengo una situación complicada: tenemos solo un
pavo y espero invitados hoy y mañana, precisamente, para comer pavo. Maldita
sea, ¿eh?
—Sí, la verdad es que su situación es terrible —con resignación asintió Styopa—. Pues, diga que está usted
enfermo...
—¿Quién
demonios me iba a creer, si ya he estado en misa.
—Pues diga que se le ha quemado el pavo a
la cocinera.
—¿Y
si a alguno de los invitados le da lástima de la cocinera y va a la cocina a
ver... ¿Entonces qué? No, es necesario que vean el pavo, pero que no se lo coman. Mañana
lo calentamos y lo tendremos otra vez como si estuviera vivo.
—Pues que alguno de los invitados diga que
ya está lleno y que no es necesario cortar el pavo...
El tío, tras morderse el labio superior,
miró pensativamente a su sobrino y de repente todo se iluminó de alegría...
—¡Styopa, querido!
Quédate a la cena. Tú eres mi pariente, eres uno de los míos, tú no tienes nada
de qué avergonzarte, échame una mano y me apoyas, Styopa, ¿eh? Tú serás el que
levante la voz en contra del pavo.
—Sí, pero
me da vergüenza, tito... Tengo un aspecto tan simple, poco elegante, tan...
fuera de lo normal.
—¡Ya está! Te presentaré, hijo, como
invitado de honor, estaré pendiente de ti personalmente. Y cuando al final de
la cena se sirva el pavo, tú das un grito así de
forma solemne “Bueno, para qué cortar el pavo, si nadie va a comer porque todos
están llenos, llévenselo.”
—Pero tito, ¡van a decir que soy un descarado!
—Bueno, no importa eso. No lo dirán en voz
alta. O quizá simplemente dirán: ¡qué original! Por supuesto, yo voy a insistir
en que no se lo lleven pero tú, sigue en las tuyas, e incluso mete prisa para
que se lleven el pavo, porque es posible que alguien se deje tentar. ¡Vaya espectáculo!
Sí, ¿pero qué haces de pie, Stepán? ¡Siéntate,
siéntate, Stepandryas!
—Tito, este año mejor no me dé dinero —dijo
Styopa, de manera crítica, mirando con evidente desprecio a sus callosas
botas—. Mejor me da algunos de sus zapatos. Porque no tengo qué ponerme. Y me
voy a...
—Bueno, por supuesto, Stepán! Ni más que
hablar..., Stepandryas, te conseguiré unos zapatos fenomenales... ¡Je, je!... Y
tú, hijo, no te engañes... Stepanadze no eres tonto, cómo no me había dado
cuenta antes... No tienes un pelo de tonto.
Cuando los invitados se estaban sentando a
la mesa, Vasili presentó a Styopa:
—¡Y aquí les presento, señoras y señores, a
mi pariente y amigo Stefan Fyódorovich! Persona extravagante, pero hombre de
gran experiencia. Siéntese aquí, Stefan Fyódorovich, aquí. ¿Desea vodka o
licor?
Stepán sonrió amablemente, se frotó sus
enormes y huesudas manos y se trincó un gran vaso de vodka.
—Conozco a un general —dijo en voz alta—
que bebe vodka y come manzana como tapa.
—¿Qué general es? ¿Es el padre —le preguntó
su tío con tono agasajador— del niño que usted apadrinó, Stefan Fyódorovich?
—No, es otro. Ese es un pez pequeño, un
simple general mayor... Pero en Europa, sabe, no quedan generales de verdad.
¡Lo juro por Dios!
—¿Ha estado usted allí? —dijo, mirándolo de
reojo un vecino.
—Por supuesto que sí. Yo, normalmente,
todos los años voy a alguna parte. Voy con frecuencia a la ópera. En general,
no entiendo cómo alguien puede vivir sin entretenimientos.
Dos copas y el saber que dijera lo que
dijera, su tío no lo iba a interrumpir, estaba excitando a Styopa.
—Sí, señores —dijo con desenfreno, mientras
masticaba con pasión un sandwich de caviar—. En realidad, saben, Mityukov es
una personalidad, que aún está por mostrarse. Por supuesto, puede ser que
Mityukov sea feo, pero es necesario conocerlo y cuidar de él.
—Stefan Fyódorovich —dijo su tío
amablemente—, coja otra empanada con la sopa.
—Muy agradecido. Y bien, los ingleses, por
ejemplo, no toman sopa... ¡Y si hablamos de las damas! Por ejemplo, tome a las
madames, les pegarán en la cabeza tanto que no van a poder encontrar la salida.
Palabra de honor.
Para bien o para mal, Stepán se hizo dueño
de la conversación.
Tras contar cómo en el almacén de madera,
donde había estado trabajando, un tablón le aplastó la pierna a un empleado,
cómo en su calle habían pillado a un ratero, y cómo él, Styopa,
se había enamorado de una señorita, terminó de forma muy confiada:
—No, señor, ¡Qué puedo decirles más! ¡A
Mityukov todavía no lo conocen! Pero ya les mostrará quién es él. De él aún se va a hablar mucho, y son muchos a los que Mityukov les va
quemar la sangre! Por supuesto, tiene sus propios envidiosos, pero él
mentalmente... los pisotea bajo sus pies.
—Permítame pero... este Mityukov... —empezó
una señora.
—¿Sí?
—¿Quién es ese maravilloso Mityukov?
—¿Mityukov? Soy yo.
—¿Ah?... Y yo pensaba ¿quién será ese?
—Es difícil comprenderlo, pero si ya lo has
calao...
En este momento, pusieron el pavo. Todos
ansiosamente aspiraron por sus fosas nasales el sabroso olor, pero Stepán se
puso de pie juntado las manos con asombro, y dijo de la forma más
aristocrática:
—¡Pero,
también hay pavo! ¡No,
esto es como para volverse loco! Es que vamos a reventar con tanta comida.
¡Pero si ya está todo el mundo lleno! ¿no es así, señores? ¡No merece la
pena cortar el pavo! ¿Verdad, señores? ¿No es así?
Todos murmuraron algo muy confuso.
—¡Exactamente,
sí! —gritó Styopa—. Eso mismo digo yo. No vale la pena empezarlo, llevároslo
por Dios.
—¿Tal vez coman un poquito? —sin muchas
ganas dijo el anfitrión, jugando con un cuchillo largo. Tiene buena pinta...
Con castañas.
El largo Styopa de repente se inclinó y
acercó su cara al pavo hasta casi tocarlo.
—Dice usted, ¿¡con castañas!? —con una voz ronca y extraña dijo.
Sus labios de repente se humedecieron con
saliva, y sus ojos brillaron con una avaricia histérica tan hambrienta que el
propietario tomó el plato y con una falsa sonrisa le dijo:
—Bueno, si nadie quiere, tendremos que
llevárnoslo.
—¡Con castañas! —se lamentó Styopa,
entrecerrando los ojos—. Bueno, si es con castañas, entonces voy comerme un
trozo.
El cuchillo tembló en la mano del
anfitrión... Lo levantó sobre el pavo... Quedaba una débil esperanza de que
Stepán dijera que no, que estaba bromeando, que se lo llevaran.
Pero Styopa no era un hombre que bromeara
en situaciones como esta...
Tratando de que su mirada no se cruzara con
la de su tío, ordenó:
—A mí, por favor, un poco de pechuga y este
muslo...
—Aquí tiene, hágame el favor —dijo el
anfitrión con voz temblorosa.
—Pues ya que lo va a empezar, deme a mí
también un trozo —continuó la que estaba al lado de Styopa, y que no sabía
quién era Mityukov.
—¡Y a mí! ¡Y a mí!...
Y cuando, a los dos minutos, quedaba solo
el esqueleto del pavo, el anfitrión se levantó y le dijo a Styopa:
—¡Oh, sí! Se me olvidaba que el General le
llamó por teléfono. Venga, le voy a mostrar dónde está el teléfono... Perdonen,
señores.
Styopa obedientemente se puso de pie y así
como un condenado a muerte va detrás del verdugo, obedientemente siguió a su
tío, mientras terminaba de roer el muslo de pavo...
Mientras caminaban por el comedor, el
propietario le iba hablando con un tono, pero tan pronto cerró la puerta del
despacho, cambió a otro tono.
Más o menos lo que sucedió allí fue lo
siguiente:
—Oh, Stefan Fyódorovich, ese general no
puede vivir sin usted. Partamos de la base que a usted todos lo quieren. Usted
tiene una inteligencia tan particular... ¿Cómo puede ser tan miserable?, ¿eh?
Dijo que iba a renunciar y fue el primero que le metió mano al pavo, ¿eh? ¿Cómo
puede ser eso? Te había dado pescado, sopa y croquetas. Pensaba que estabas
hasta la coronilla de comida, y estuve cuidando de ti como si fueras la persona
más importante, ¡y tú vas y te portas como un cerdo! Todos los invitados ya
habían renunciado al pavo, y tú, bribón, vas y me sales con esas, ¿eh?,
canalla.
[
Styopa lo seguía, apretando su huesuda mano
en el pecho y decía con voz llorosa:
—Tito, pero ¡usted no me advirtió que el
pavo era con castañas! ¿Por qué no me lo dijo? Yo nunca había probado las
castañas con pavo... Comprenda, tito, que no fui yo, sino las castañas quienes
mataron al pavo. Yo ya había renunciado a comer, pero de repente oigo:
¡Castañas! ¡Castañas!
—¡Fuera, granuja! Y no se te ocurra nunca
más aparecer por aquí.
El tío le arrebató de las manos a Styopa el
muslo y con saña le arreó con él en la mejilla:
—¡No quiero verte ni en pintura nunca más!
—Tío, usted habló de unos zapatos...
—¿Qué oh-oh-oh? ¡Marina, acompaña al señor!
¡Tráigale su abrigo, que se va!
Hundiendo el cuello entre sus hombros,
tratando de proteger del frío sus grandes orejas de soplillo con el cuello
corto y decrépito de un abrigo de otoño, iba caminando por la calle Styopa. La
nieve, que yacía como una gruesa y tranquila capa, de repente empezó a bailar y
a girar, como un ágil demonio, alrededor del triste Styopa... Las manos, al
descubierto por las cortas mangas del abrigo se le congelaban, como se le
congelaban las piernas y el cuello...
Caminaba con la nariz hincada en el pecho, como una grulla,
chocando con los transeúntes, iba callado, y no se sabe lo que le pasaba por la
cabeza.
EL PROBLEMA
Cuando hubo terminado de dictar el problema
y los alumnos habían tomado nota, el maestro se sacó el reloj del bolsillo y
les dijo que les daba veinte minutos para resolverlo. Semión Pantalykin se pasó
la palma de la mano pintarrajeada de tinta por su redonda cabeza y se dijo:
—Si no consigo resolver este problema,
estoy perdido.
Semión Pantalykin, fantaseador y soñador empedernido, tenía la manía de exagerar cualquier cosa que le
pasaba y de ver todo color de hormiga.
Si se topaba con un chico un poco más alto,
misantrópico y severo de lo normal, que se ponía delante suya cortándole el
paso, cachondeándose de él, mirando alrededor para asegurarse de que no hubiera
nadie y que le preguntaba con una sonrisa maliciosa “¿Tú de qué vas, saco de
carne?”, Semión Pantalykin se ponía blanco e, imaginándose cómo se le acercaba
la muerte con su guadaña, murmuraba:
“Estoy perdido”.
Si el maestro lo sacaba a la pizarra o si
derramaba en su casa una taza de té en el mantel limpio, siempre repetía la
misma macabra frase: “Estoy perdido”.
En realidad la “perdición” que él tanto
temía solía acabar con un cocón en el primer caso, con un cero en el segundo y
con la expulsión de la mesa del té en el tercero.
Pero esa dramática frase, “Estoy perdido”,
sonaba tan grave y tan lúgubre que Semión Pantalykin la utilizaba en cualquier
situación.
“Estoy perdido”.
La frase la había tomado de una novela de
Mayne-Reid, donde los protagonistas, que se habían encaramado a un árbol
para salvarse de una inundación y del ataque de unos indios, por un lado, y de
las afiladas garras de un jaguar, oculto entre el follaje, por otro, gritaron
al unísono:
—Estamos perdidos.
Y por si esto fuera poco, el agua que les
rodeaba estaba infestada de caimanes y del tronco del árbol salía humo porque
acababa de ser golpeado por un rayo.
Más o menos en una situación parecida se
sentía Pantalykin cuando no solo le habían puesto un problema muy difícil sino
que, además, le habían dado solamente veinte minutos para resolverlo.
El problema era el siguiente:
“Dos campesinos salieron al mismo tiempo
del punto A al punto B, uno recorría cuatro verstás a la
hora y otro cinco. Se pide averiguar con qué antelación llegará al punto B uno
de los campesinos en relación al otro, si tenemos en cuenta que el segundo
salió un cuarto de hora más tarde que el primero, y, además, se sabe que del
punto A al punto B hay la misma distancia en verstás; se pide también cuál será el resultado si dos vinateros venden a un tercero la misma cantidad de cubas de
vino que le habían proporcionado al primero unas ganancias de ciento veinte
rublos, y al segundo, ochenta, si a cada cuba de vino se le sacan cuarenta
rublos de beneficio”.
Tras leer el problema, se dijo a sí mismo:
—¡Un problema así y en veinte minutos!
¡Estoy perdido!
Después de perder unos tres minutos en
sacarle punta al lápiz y doblar mejor el papel rayado en el que iba a plasmar
sus habilidades matemáticas, Semión Pantalykin se apretó los machos y se
concentró.
¡Pobre Semión Pantalykin! Le han dado un
problema matemático abstracto cuando todo él, entero, de la cabeza a los pies,
vivía solo de imágenes concretas, sin comprender nada teórico con su mente de
Mayne-Reid.
En primer lugar se le ocurrió la siguiente
idea:
—“¿Qué es esto de campesino “primero” y
“segundo”? Esta nomenclatura tan seca no le decía nada a su inteligencia ni a
su corazón. ¿Es que no se les podían haber puesto nombres corrientes de
persona? Vale que llamarles Iván o Vasili, por ejemplo, habría sido demasiado
prosaico y corriente pero ¿por qué no bautizarles con nombres como William o
Rudolph?
En cuanto Semión Pantalykin le puso al
“primero” Rudolph y al “segundo” William, ambos se hicieron más comprensibles y
como de la familia. Ya era capaz, incluso, de ver con su mirada inteligente la
raya blanca que el sombrero había dejado en la frente de William, con su rostro
bronceado por los rayos del ardiente sol... A Rudolph se lo imaginaba de
complexión fuerte, con anchas espaldas, vestido con pantalones de lona azul y
chaqueta de piel de castor.
Y he aquí que se pusieron en camino los
dos, uno un cuarto de hora más tarde que el otro.
De pronto le vino a su mente la siguiente
pregunta:
—¿Se conocerán estos dos aguerridos caminantes?
Seguramente sí, ya que están juntos
en el mismo problema... Aunque si se conocen, entonces ¿por qué no se han
puesto de acuerdo para ir juntos? Además, así sería más entretenido. Y eso de
que uno hace una verstá más que el otro es una tontería. El que va más rápido podría tener el detalle de aminorar su
marcha, y el que va más despacio podría acelerar su paso. Además, es más seguro ir juntos, así no les atacarán ni los bandidos ni los animales
salvajes...
Le surgió otra interesante pregunta:
—¿Irían armados o no?
Al ponerse en camino, mejor coger un fusil,
que, por otro lado, podría venir muy bien al llegar al punto B, si le atacaban
los bandidos de la ciudad, escoria de los barrios perdidos.
Aunque, a lo mejor, el punto B era un
pueblecito donde no había bandidos...
Y otra cosa: en el problema pone punto A y
punto B... ¡Vaya nombres! Semión Pantalykin no podía imaginarse ciudades o
pueblos en los que las personas viven, luchan y sufren bajo dos implacables
letras. ¿Por qué no llamar a una ciudad Santa Fe y a la otra, Melbourne? Y tan
pronto como el punto A recibió el nombre de Santa Fe, y el punto B se convirtió
en la capital de Australia, las dos ciudades se hicieron visibles y claras...
Las calles se llenaron de inmediato de casas de extraña arquitectura exótica,
de las chimeneas comenzó a salir humo, por las calles empezó a andar gente, y
por la calzada corrían los caballos, montados por jinetes (salvajes que habían
llegado a la ciudad a por munición), vaqueros y españoles, dueños de lejanas
haciendas...
Esa era la ciudad a la que se dirigían
Rudolph y William...
Es una pena que en el problema no se
mencione el propósito de su viaje. ¿Qué debió de pasar para verse en la obligación de abandonar sus hogares y lanzarse, a toda
prisa, a esa horrible Santa Fe, llena de borrachos, jugadores de cartas y
asesinos?
Y otra interesante pregunta más: ¿Por qué
Rudolph y William no utilizaron caballos para el viaje y se fueron a pie? ¿Puede ser que
quisieran seguir las huellas dejadas por una banda de cuatreros a caballo, o
simplemente la noche anterior un misterioso desconocido, que conocía el secreto
de los brillantes de Rinoceronte Rojo, les había cortado los tendones a sus
caballos para que no pudieran seguirlo.
Todo esto es muy extraño... ¿El hecho de que
Rudolph saliera quince minutos más tarde que William demuestra que este honrado
cuatrero no confiaba mucho en él y
quería, en este caso, simplemente ir tras este temerario vaquero, al que
llevaba ya tres días siguiendo de cerca, por la noches, un criollo con
impermeable en un caballo empapado en sudor.
...Apoyando en su manecita, untada de tiza
y tinta, su impetuosa y soñadora cabeza, llena de imágenes, estaba sentado
Semión Pantalykin.
Y poco a poco todo el problema y su
significado secreto iban emergiendo en su cerebro.
[
El problema:
...Aún el sol no había tenido tiempo de
dorar las copas de los árboles de tamarindo, aún los vistosos pájaros
tropicales dormitaban en sus nidos, aún los cisnes negros no habían salido de
entre los lirios y adonis de la maleza australiana, cuando William Bloker,
conocido matón que había hecho reinar el pánico en toda la costa de Simpson
Creek, avanzaba sigilosamente por el apenas visible sendero del bosque...
Recorría solo cuatro verstás por hora porque le impedía hacerlo más rápido una
pierna herida, a la que le había disparado ayer un misterioso enemigo,
escondido detrás del tronco de una magnolia de hoja ancha.
—¡Caramba! —murmuró William—. Si el viejo Will tuviera su jamelgo...
Pero... ¡que me maten si no encuentro al villano que les cortó los tendones! ¡No
pasarán ni tres lunas!
Y detrás de él en este momento se escondía,
tirado en la tierra, el cuatrero Rudolph Kauters. Sus varoniles cejas se
fruncieron con aire sombrío, mientras contemplaba, tumbado, la huella de la
bota de William, impresa con nitidez sobre la hierba húmeda de los bosques
australianos.
—Aunque tenga que recorrer cinco verstás a
la hora (por cierto, ¿por qué no “millas o “yardas?”) —susurraba el cuatrero—,
quiero encontrar la pista de este viejo zorro.
Y Bloker, que había escuchado tras de sí el
susurro, saltó detrás de un árbol, que resultó ser un eucalipto, y se
escondió... Al ver a Rudolph, que se arrastraba por la hierba, se echó a la
cara el fusil y disparó. Y, llevándose las manos al pecho, el honrado cuatrero
cayó al suelo dando vueltas.
—¡Jo,
jo! —rompió a reír a carcajadas William—.
Buen tiro. El día no pasó en balde, y el Viejo Bill se sintió satisfecho de sí
mismo...
—Bueno, los veinte minutos ya han pasado
—resonó como un trueno en un día raso la voz del maestro de aritmética—. ¿Habéis resuelto
todos ya el problema? A ver tú, Semión Pantalykin, dinos: ¿Qué campesino fue el
primero en llegar al punto B?
Y el pobre Pantalykin estuvo a punto de
decir, por supuesto, el primero en llegar a Santa Fe fue el villano Bloker
porque el cuatrero Kauters yacía con una bala en el pecho, agonizando solo
en el desierto, a la sombra del venenoso “árbol de la serpiente” de Australia.
Pero no dijo nada de eso, sino que con voz ronca replicó: “No lo he
resuelto..., no me ha dado tiempo”. Y en ese momento vio como un pedazo de cero
como una catedral de grande empezó a rodear su nombre en el cuaderno de notas.
—Estoy perdido —susurró Semión Pantalykin—.
Me veo repitiendo curso. Mi padre me va a arrancar la cabeza y ya me puedo ir
olvidando del fusil que me prometió y de la suscripción a la revista Vokrug
sveta , que me iba a pagar mi madre...
Y en ese momento, Pantalykin se empezó a
imaginar que estaba sentado en los restos del “árbol de la serpiente”... A sus
pies, las aguas turbulentas del río corrían embravecidas, bajo el castañear de
los dientes de los caimanes, y mientras tanto, desde el denso follaje, acechaba
un jaguar, dispuesto a saltar sobre él, porque el fuego que envolvía el árbol
ya se iba acercando al enfurecido animal...
—Estoy perdido...
Arkadi Averchenko, de Esquinas torcidas y otros cuentos.
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